ANTÍFONA:
¡Qué luminosa es esta virgen en la Iglesia! En la casa paterna brilló con luz clara; encerrada en el claustro llenó de fulgor la Ciudad de Dios y, conducida a la Jerusalén celeste, resplandece para siempre.
DÍA NOVENO
TRÁNSITO DE SANTA CLARA
DE LO QUE EN ÉL SUCEDIÓ Y SE VIO
LCl. 44-46.
44. Se la ve, finalmente, debatirse en la agonía durante muchos días, en los que va en aumento la fe de las gentes y la devoción de los pueblos.
La visitan asiduamente cardenales y prelados honrándola cada día como a verdadera santa. Y es ciertamente admirable que, no pudiendo tomar alimento alguno durante diecisiete días, la vigorizaba el Señor con tanta fortaleza, que podía ella confortar en el servicio de Cristo a cuantos la visitaban.
Y como el piadoso varón fray Rainaldo la exhortara a la paciencia en aquel prolongado martirio de tan graves enfermedades, ella, con voz clara y serena, le contestó:
«Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de aquel su siervo
Francisco, ninguna pena me resultó molesta, ninguna penitencia gravosa, ninguna
enfermedad, hermano carísimo, difícil».
45. Mostrándose ya más cerca el Señor, y como si ya estuviera
a la puerta, quiere que le asistan los sacerdotes y los hermanos espirituales,
para que le reciten la pasión del Señor y sus santas palabras. Cuando aparece
entre ellos fray Junípero, notable saetero del Señor, que solía lanzar
ardientes palabras sobre Él, inundada de renovada alegría, pregunta si tiene a
punto alguna nueva. Él, abriendo su boca, desde el horno de su ferviente
corazón, deja salir las chispas llameantes de sus dichos, y en sus palabras la
virgen de Dios recibe gran consuelo.
Vuélvese finalmente a las hijas que lloran para recomendarles
la pobreza del Señor y les recuerda con ponderación los beneficios divinos.
Bendice a sus devotos y devotas e implora la gracia de una larga bendición
sobre todas las damas pobres de sus monasterios, tanto presentes como futuros.
¿Quién podrá relatar el resto sin llorar? Están presentes
aquellos dos benditos compañeros del bienaventurado Francisco: Ángel el uno,
que, lloroso él, consuela a las que lloran; León el otro, que besa el lecho de
la moribunda. Plañen las hijas desamparadas ante la separación de la piadosa
madre y acompañan con lágrimas a quien se les va y no han de ver más en la
tierra. Duélense muy amargamente de que todo su consuelo se les marcha con ella
y de que, abandonadas en este valle de lágrimas, ya no se verán más consoladas
por su maestra.
A duras penas, únicamente el pudor retiene sus manos para que
no se desgarren sus cuerpos; y el fuego del dolor se hace más ardiente porque
no puede evaporarse con el llanto exterior. La observancia conventual ordena
silencio, pero la violencia del dolor les arranca gemidos y sollozos; los
rostros están ya tumefactos por las lágrimas, mas el ímpetu del corazón
lacerado les suministra nuevos ríos de llanto.
46. Entretanto, la virgen santísima, vuelta hacia sí misma, habla quedamente a su alma:
«Ve segura -le dice-, porque llevas buena escolta para el viaje.
Ve -añade-, porque aquel que te creó te santificó;
y, guardándote siempre, como la madre al hijo,
te ha amado con amor tierno.
Tú,
Señor -prosigue-, seas bendito porque me creaste».
Preguntándole una de las hermanas que a quién hablaba, ella le respondió:
«Hablo a mi alma bendita».
No estaba ya lejano su glorioso tránsito, pues, dirigiéndose luego a una de sus hijas, le dice:
«¿Ves tú, ¡oh hija!, al Rey de la gloria
a quien estoy viendo?»
La mano del Señor se posó también sobre otra de las hermanas, quien con sus ojos corporales, entre lágrimas, contempló esta feliz visión: estando en verdad traspasada por el dardo del más hondo dolor, dirige su mirada hacia la puerta de la habitación,
y he aquí que ve entrar una procesión de
vírgenes vestidas de blanco, llevando todas en sus cabezas coronas de oro.
Marcha entre ellas una que deslumbra más que las otras, de cuya corona, que en
su remate presenta una especie de incensario con orificios, irradia tanto
esplendor que convierte la noche en día luminoso dentro de la casa. Se adelanta
hasta el lecho donde yace la esposa de su Hijo e, inclinándose amorosísimamente
sobre ella, le da un dulcísimo abrazo. Las vírgenes llevan un palio de
maravillosa belleza y, extendiéndolo entre todas a porfía, dejan el cuerpo de
Clara cubierto y el tálamo adornado.
A la mañana siguiente, pues, del día del bienaventurado Lorenzo, sale aquella alma santísima para ser laureada con el premio eterno; y, disuelto el templo de su carne, el espíritu emigra felizmente a los cielos.
Bendito este éxodo del valle de miseria que para ella fue la entrada en la vida bienaventurada.
Ahora, a cambio de sus austerísimos ayunos, se alegra en la
mesa de los ciudadanos del cielo; y desde ahora, a cambio de la vileza de las
cenizas, es bienaventurada en el reino celeste, condecorada con la estola de la
gloria eterna.
RESPONSORIO:
V. Salve, oh gloriosa virgen Clara, tú reinas con los ángeles y
recibes el honor de los hijos de la Iglesia.
R. Tú, que a tantos guiaste a la vida eterna por el camino de la
penitencia, intercede a Cristo por nosotros.
PEDIMOS LA GRACIA A
SANTA CLARA.
(Padre nuestro, Ave María y Gloria)
ORACIÓN
Señor y Dios nuestro, al recordar con alegría a la Madre Santa Clara, te rogamos que enraizados en la fe y en el amor, vivamos cada día el misterio de la resurrección y disfrutemos de tu presencia en el cielo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
CANTO. Bendición de Santa Clara. Fed. De Cartagena.
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