domingo, 10 de mayo de 2015

“Ven, amada mía, porque el invierno ya pasó”.

CARTA A SOR ISABEL EN EL DÍA DE SU PASCUA.
Mi querida sor Isabel:
Hoy día 9 de mayo de 2015 hemos dado sepultura a tu cuerpo. Ya no estás con nosotras físicamente y notamos tu ausencia, el vacío que dejas. Ahora te haces presente de un modo muy especial entre tus hermanas de comunidad por el recuerdo de tu vida ejemplar. 
En tu ausencia se hacen más presentes las virtudes que adornaban tu vida y que hoy brillan con intensidad. ¿Por dónde comenzamos a enumerarlas?

Sor Isabel en la sala de labor trabajando en la confección de escapularios
- Tal vez la más sobresaliente era tu absoluta confianza en Dios, en su bondad y providencia. Solías decir a quien se compadecía de tu ceguera. “Dios me ha hecho un bien,  quitándome la vista de los ojos, ahora veo mucho mejor, pero con los ojos del espíritu. Así que estoy agradecida a Dios que sabe lo que más conviene”.
- Tu deseo de hacer siempre la voluntad de Dios en cada momento, siendo fiel a los actos de comunidad, siempre que la salud te lo ha permitido. ¡Cuánto disfrutabas al estar con tus hermanas!
- Tu espíritu de oración. ¿Cuántas noches has pasado en vela ante el sagrario pidiendo perdón por los pecados con que Jesús era ofendido? Solo Dios lo sabe.                       En mis correrías estudiantiles y turísticas por estos mundos de Dios, después de conocerte haciendo la experiencia en el convento, sentía a mi lado tu presencia orante y la de todas las monjas.
La profundidad de tu alma era patente a todos. Quien se acercaba a tu lado, podía captar la paz y la serenidad que transmitías. Decías con tu sola presencia: “El Señor es mi roca”. Él era el fundamento de toda tu vida, eso se “respiraba” a tu lado.
Vivías de cara a Dios. No te importaban los juicios negativos que pudieran hacer de ti ni las incomprensiones que a veces pueden surgir en el trato con los demás. Solías decir: “Lo que somos delante de Dios, eso somos y no más ni menos”. Actuabas con rectitud de intención y ese era el juicio que te importaba.

Sor Isabel de pie a la derecha cuando era aspirante con la edad de 20 años. En la foto con ella la madre Caridad y sor Celina. En un viaje al médico la visitaron en su casa de Albacete en 1953.
Tu laboriosidad. Estabas ciega, pero tus manos no conocían la ociosidad. Por las mañanas trabajabas de pinche en la cocina limpiando el pescado, pelando patatas, arreglando verdura o lo que hiciera falta. Tenías “ojos” en los dedos y nadie podía imaginar que estuvieras totalmente ciega cuando te veían trabajar con esa soltura. Por las tardes, en la sala de labor, ayudabas en la confección de escapularios cortando y atando cordones. Y en los ratos libres te ponías a hacer los cíngulos de todas las monjas, también les hacías toquillas de lana, gorros, jerséis, peduques y manguitos para el invierno.
- La puntualidad en ti a veces nos molestaba. ¿Tal vez por ser hija de un guardia civil? No, no era eso. Es que tu Esposo te esperaba para la oración y tú querías asistir a la cita 5 o 10 minutos antes de que sonara la campana.
- Eras muy sufrida, tenías un gran espíritu de sacrificio. A veces daba la impresión de que las cosas no te dolían, porque lo disimulabas muy bien, con tu alegría. ¡Cuánto has sufrido! A las limitaciones de tu ceguera se sumaban los problemas de la circulación, del vientre, del intestino, tus caídas, las cinco vértebras rotas ya sin el disco. A veces decías con sentido del humor que habían elegido bien el nombre que te pusieron cuando tomaste el hábito: sor Dolores.

Sor Isabel de novicia en el refectorio.

- Capacidad de escucha. Te agradezco de corazón los ratos que sin prisa y con atención me has escuchado respondiendo a mis dudas. Con tus consejos me ayudabas a superar los obstáculos que se iban presentando en los inicios de mi vida consagrada. Sabes lo mal que lo pasé antes de hacer la profesión solemne y tú me decías: “Abandónate, santa Teresa escribe en Las Moradas, que en ese momento de dificultad les llega a todos, son muchos los que desertan de la vocación. Tienes que dar el salto. ¡Ánimo!”.
- Tu trasparencia con Dios y con los demás. ¡Cuánta fue tu alegría al recibir de Chiara Lubich una Palabra de Vida: “Yo conozco a mis ovejas y las mías me conocen”. Querías conocer a Dios y ser conocida por Él. Querías que en ti no hubiera recovecos con el confesor ni con las hermanas y ser como un libro abierto.
-Tu devoción al ángel de la guarda, a las ánimas del purgatorio y a san  Antonio. Cuando todavía podías caminar, pero ya por los años estabas más desorientada, ibas de cabeza a poner el pie delante de la escalera ancha y notaste cómo tu ángel de la guarda tiraba de ti hacia atrás para evitar que cayeras en el vacío. En tu gran limitación (ya ibas en silla de ruedas) te has visto muchas veces apurada y has pedido auxilio a los santos de tu devoción. Mira que por casualidad aparezco en ese momento y me dices: “San Antonio te ha traído por favor, llévame”. Otras veces decías: “Anímicas del purgatorio, amparadme”. Y aparecía por casualidad en ese preciso momento alguien que te auxiliaba.
- Tu devoción filial a la Madre de Dios. Cuando a los quince años hice mi experiencia vocacional en el convento, te pedía que me enseñaras algunas oraciones. Me dictaste una especialmente larga, pero muy bonita, era la consagración a la Virgen Inmaculada: “En este valle de lágrimas, tú María, serás mi consuelo y mi ayuda, búscame si te perdiere, llámame si te abandono, cógeme si a caer yo fuere…”
- A todos sorprendía tu sentido del humor. Cuando todavía podías caminar ¡cuántas veces te pegabas golpes en la cabeza y en lugar de enfadarte, con una gran sonrisa decías: “ha sido una caricia de Jesús”, y aunque se te ponía morado tú decías que no era nada. En las situaciones más inesperadas o chocantes, te venía a la mente el chiste que venía a pelo con ello, haciéndonos reír a todas.
- Siempre estabas con tu lámpara encendida, por eso el Señor te llevó con Él sin avisar. Nadie podía imaginar que te fueras tan de repente. No nos dio tiempo de decirte “adiós”. Después del aseo personal, ya en tu habitación, el corazón se paró y te quedaste entre los brazos de la madre. Cuando la noticia corrió entre tus hermanas de comunidad no podíamos creerlo. Viviste en la tierra sin hacer ruido y sin hacer ruido te has marchado al cielo, precisamente en este tiempo de Pascua.
Aunque has desaparecido físicamente de nuestro lado, sentimos tu presencia espiritual entre nosotras. Ayúdanos a imitar tus virtudes y llevar a la práctica tus buenos ejemplos.
Ahora tus ojos, cerrados durante tantos años a las realidades de este mundo, se han abierto para para siempre y estás viendo lo que para nosotros es invisible en esta vida: el Reino de los cielos. Confío que ya estés gozando de la presencia y visión de tu amado Jesús. Rezamos por ti, hazlo tú por nosotras. TE QUEREMOS.

Sor Yolanda de los Ángeles.