miércoles, 15 de febrero de 2012

FERVOR ESPIRITUAL DE STA. CLARA


En la 3ª Carta.

“A la hermana Inés, Clara, sierva de las Hermanas Pobres, le AUGURA los gozos de la salvación eterna en el Autor de la misma y cuanto de bueno pueda DESEARSE.”

TE DESEO en todo momento salud en el Señor, como me la DESEO a mí misma.”

En la 4ª Carta.

“A quien es la mitad de mi alma, a la Señora Inés, Clara le DESEA salud y que cante el cántico nuevo ante el trono de Dios y siga al Cordero a donde quiera que vaya”.

“Aunque no te he escrito con la frecuencia como lo DESEAN Y ANHELAN tu alma y la mía, no creas que el FUEGO DEL AMOR que te tengo arde menos, afectuosamente en las entrañas de tu madre. Me lo ha impedido la falta de mensajeros y el peligro de los caminos.”

“Mira este Espejo (Cristo nacido en un pesebre y muerto afrentosamente) así te inflamarás más y más en el fuego de la caridad. Y SUSPIRANDO DE AMOR y forzada por la violencia del ANHELO de tu corazón exclama en alta voz: “Atráeme”, correremos”.

“Mira en mis letras el afecto de madre que te profeso a ti y a tus hijas, ARDIENDO en vuestro amor cada día.”


La noticia de su bondad llega a lugares remotos



11. Entretanto, a fin de que la vena de esta celestial bendición, que corre por el valle de Espoleto, no quede retenida dentro de unos límites reducidos, por divina providencia se transforma en torrente, de modo que los brazos del río recrean la ciudad (Sal 45,5) entera de la Iglesia. De hecho, la novedad de tan notables sucesos cundió de un extremo a otro de la tierra y comenzó a ganar almas para Cristo. Estando encerrada, Clara empieza a ser luz para todo el mundo y con la difusión de sus alabanzas refulge clarísima. La fama de sus virtudes invade las estancias de las señoras ilustres, llega a los palacios de las duquesas y penetra hasta en la mansión de las reinas. Lo más granado de la nobleza se inclina a seguir sus huellas y desde una engreída ascendencia de sangre desciende a la santa humildad. Algunas, dignas de matrimonios con duques y reyes, invitadas por el mensaje de Clara, hacen rigurosa penitencia, y las que se habían casado con potentados imitan, según pueden, a Clara. Innumerables ciudades se engalanan con monasterios, y hasta los lugares campestres y montañosos se embellecen con la fábrica de tan celestiales edificios. Se multiplica el culto de la castidad en el siglo, abriendo la marcha la santísima Clara, y queda restaurado el renacido estado virginal. Con estas flores espléndidas que Clara produce, reflorece hoy felizmente la Iglesia, la misma que implora ser sustentada con ellas, cuando dice: Confortadme con flores, reanimadme con manzanas, que estoy enferma de amor.

De su santa humildad

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. Clara, piedra primera y noble fundamento de su Orden, desde un principio se aplicó a levantar el edificio de todas las virtudes sobre la base de la santa humildad. En efecto, prometió santa obediencia al bienaventurado Francisco y no se desvió en nada de lo prometido. Es más, a los tres años de su conversión, declinando el nombre y el oficio de abadesa, prefirió humildemente vivir sometida y no presidir, servir entre las esclavas de Cristo, y no ser servida. No obstante, porque le obligó el bienaventurado Francisco, asumió, por fin, el gobierno de las damas y de ello brota en su corazón la humildad del temor, no el tumor de la soberbia, y crece en ella no la independencia, sino la servicialidad. De modo que, cuanto más encumbrada se ve por una tal apariencia de superioridad, tanto más baja se encuentra en la propia consideración, más dispuesta al servicio, más despreciable en su condición. Nunca rehúsa las ocupaciones más serviles, sino que es ella la que, de ordinario, se encarga de verter agua en las manos de las hermanas, de asistir en pie a las que se sientan, de servir a las que comen. Le cuesta mucho tener que dar órdenes; las cumple, en cambio, de grado, porque prefiere realizarlas por sí misma antes que imponerlas a las hermanas. Limpiaba las vasijas residuales de las enfermas; con su magnánimo espíritu, ella las fregaba, sin echarse atrás ante las suciedades, sin hacer ascos ante lo hediondo. Con frecuencia, lava los pies de las hermanas externas cuando regresan de fuera y, después de haberlos lavado, los besa. En una ocasión lavaba los pies de una externa; al ir a besárselos, no soportando ésta tanta humildad, retira el pie y golpea con él el rostro de su señora; mas ella vuelve a tomar con ternura su pie y, bajo la misma planta, le clava un apretado beso.