CAPÍTULO IV: Cómo, convertida por el bienaventurado Francisco, pasó del siglo a la religión
7. Muy pronto, para que el polvo mundano no empañe en adelante el espejo de aquella alma intacta ni el contagio de la vida secular fermente su juventud ázima, el piadoso padre se apresura a sacar a Clara del siglo tenebroso.
Se acercaba el día solemne de Ramos cuando la doncella, fervoroso el corazón, fue a ver al varón de Dios, inquiriendo el qué y el cómo de su conversión.
Ordénale el padre Francisco que el día de la fiesta, compuesta y engalanada, se acerque a recibir la palma mezclada con la gente y que, a la noche, saliendo de la ciudad, convierta el mundano gozo en el luto de la pasión del Señor.
Llegó el Domingo de Ramos. La joven, vestida con sus mejores galas, espléndida de belleza entre el grupo de las damas, entró en la iglesia con todos. Al acudir los demás a recibir los ramos, Clara, con humildad y rubor, se quedó quieta en su puesto. Entonces, el obispo se llegó a ella y puso la palma en sus manos. A la noche, disponiéndose a cumplir las instrucciones del santo, emprende la ansiada fuga con discreta compañía. Y como no le pareció bien salir por la puerta de costumbre, franqueó con sus propias manos, con una fuerza que a ella misma le pareció extraordinaria, otra puerta que estaba obstruida por pesados maderos y piedras (4).
8. Y así, abandonados el hogar, la ciudad y los familiares, corrió a Santa María de Porciúncula, donde los frailes, que ante el pequeño altar velaban la sagrada vigilia, recibieron con antorchas a la virgen Clara. De inmediato, despojándose de las basuras de Babilonia, dio al mundo «libelo de repudio»; cortada su cabellera por manos de los frailes, abandonó sus variadas galas.
Ni hubiera estado bien que la Orden de florecientes vírgenes que surgía en aquel ocaso de la historia se fundara en otro lugar que en el santuario de quien, antes que nadie y excelsa sobre todas, fue ella sola juntamente madre y virgen. Éste es el mismo lugar en el que la milicia de los pobres, bajo la guía de Francisco, daba sus felices primeros pasos; de este modo quedaba bien de manifiesto que era la Madre de la misericordia la que en su morada daba a luz ambas Órdenes. En cuanto hubo recibido, al pie del altar de la bienaventurada María, la enseña de la santa penitencia, y cual si ante el lecho nupcial de esta Virgen la humilde sierva se hubiera desposado con Cristo, inmediatamente san Francisco la trasladó a la iglesia de san Pablo, para que en aquel lugar permaneciera hasta tanto que el Altísimo dispusiera otra cosa.
7. Muy pronto, para que el polvo mundano no empañe en adelante el espejo de aquella alma intacta ni el contagio de la vida secular fermente su juventud ázima, el piadoso padre se apresura a sacar a Clara del siglo tenebroso.
Se acercaba el día solemne de Ramos cuando la doncella, fervoroso el corazón, fue a ver al varón de Dios, inquiriendo el qué y el cómo de su conversión.
Ordénale el padre Francisco que el día de la fiesta, compuesta y engalanada, se acerque a recibir la palma mezclada con la gente y que, a la noche, saliendo de la ciudad, convierta el mundano gozo en el luto de la pasión del Señor.
Llegó el Domingo de Ramos. La joven, vestida con sus mejores galas, espléndida de belleza entre el grupo de las damas, entró en la iglesia con todos. Al acudir los demás a recibir los ramos, Clara, con humildad y rubor, se quedó quieta en su puesto. Entonces, el obispo se llegó a ella y puso la palma en sus manos. A la noche, disponiéndose a cumplir las instrucciones del santo, emprende la ansiada fuga con discreta compañía. Y como no le pareció bien salir por la puerta de costumbre, franqueó con sus propias manos, con una fuerza que a ella misma le pareció extraordinaria, otra puerta que estaba obstruida por pesados maderos y piedras (4).
8. Y así, abandonados el hogar, la ciudad y los familiares, corrió a Santa María de Porciúncula, donde los frailes, que ante el pequeño altar velaban la sagrada vigilia, recibieron con antorchas a la virgen Clara. De inmediato, despojándose de las basuras de Babilonia, dio al mundo «libelo de repudio»; cortada su cabellera por manos de los frailes, abandonó sus variadas galas.
Ni hubiera estado bien que la Orden de florecientes vírgenes que surgía en aquel ocaso de la historia se fundara en otro lugar que en el santuario de quien, antes que nadie y excelsa sobre todas, fue ella sola juntamente madre y virgen. Éste es el mismo lugar en el que la milicia de los pobres, bajo la guía de Francisco, daba sus felices primeros pasos; de este modo quedaba bien de manifiesto que era la Madre de la misericordia la que en su morada daba a luz ambas Órdenes. En cuanto hubo recibido, al pie del altar de la bienaventurada María, la enseña de la santa penitencia, y cual si ante el lecho nupcial de esta Virgen la humilde sierva se hubiera desposado con Cristo, inmediatamente san Francisco la trasladó a la iglesia de san Pablo, para que en aquel lugar permaneciera hasta tanto que el Altísimo dispusiera otra cosa.
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