Santa Clara es una de las santas mejor documentadas de la hagiografía medieval, no por la abundancia de documentos que de ella se ocupan, pero sí por su calidad y excepcional garantía histórica. Aparte del
Proceso de canonización, poseemos una
Leyenda oficial escrita a raíz de su muerte, con motivo de su canonización, por encargo del Sumo Pontífice. El autor, en la dedicatoria al Papa, expone de este modo los criterios por los que se ha guiado: «Queriendo cumplir el encargo recibido…, y meditando con frecuencia en aquella sentencia de los antiguos, según la cual
sólo los testigos de vista o quienes de ellos recogen el testimonio están capacitados para escribir la historia».
Compartimos con todos vosotros, capítulo a capítulo, la vida de Nuestra Santa:
CAPÍTULO I: Comienza la Leyenda de la virgen santa Clara y, primeramente, de su nacimiento
1. Admirable ya por su nombre, Clara de apelativo y de virtud, esta mujer, nacida en Asís, procedía de muy ilustre linaje: conciudadana primero en la tierra del bienaventurado Francisco, comparte ahora con él el reino de los cielos. Su padre era caballero, y toda su progenie, por ambas ramas, pertenecía a la nobleza militar; de casa rica, con bienes muy copiosos en relación al nivel de vida de su patria. Su madre, Hortulana de nombre, que había de dar a luz una planta muy fructífera en el huerto de la Iglesia, abundaba ella misma en no escasos frutos de bien. Pues, no obstante las exigencias de sus deberes de esposa y del cuidado del hogar, se entregaba según sus posibilidades al servicio de Dios y a intensas prácticas de piedad. Tanto, que pasó a ultramar en devota peregrinación, y tras visitar los lugares que el Dios-Hombre dejó santificados con sus huellas, regresó gozosa a su ciudad. Por dos veces fue a orar al santuario de San Miguel Arcángel y también visitó piadosamente las basílicas de los Apóstoles.
2. ¿Para qué más? Por el fruto se conoce el árbol y por el árbol se recomienda el fruto. Tanta savia de dones divinos gestaba ya la raíz, que es natural que la ramita floreciera en abundancia de santidad. Estando encinta la mujer, muy próxima ya al alumbramiento, oraba en la iglesia ante la cruz al Crucificado para que la sacara con bien de los peligros del parto, cuando oyó una voz que le decía: «No temas, mujer, porque alumbrarás felizmente una luz que hará más resplandeciente a la luz misma». Ilustrada con este oráculo, al llevar a la recién nacida a que renaciera en el santo bautismo, quiso que se la llamara Clara, confiando en que, de acuerdo con el beneplácito de la voluntad divina, de alguna manera se cumpliría la promesa de aquella luminosa claridad.